A finales de la primera mitad del siglo XIX, durante la época de mayor expansionismo de los Estados Unidos, México -en una guerra injusta- sufrió la mutilación de la mitad de su territorio, hoy, siete generaciones después (178 años), no hemos podido superar el trauma ocasionado por aquel doloroso acontecimiento, mismo que, desde entonces, forma parte del discurso político de quienes han gobernado esta nación.
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La realidad hoy es distinta y nosotros no hemos evolucionado. Las guerras son económicas y nosotros seguimos utilizando argumentos patrioteros para “defender” nuestra integridad territorial, que, por cierto, no está en riesgo. Mientras tanto, por nuestros egoísmos e incapacidades, vivimos en medio de una profunda injusticia social.
Es hora de que no aceptamos la conquista como un hecho consecuente con el mundo de los siglos XV y XVI. En una visión acrítica, condenamos a los venidos de la península ibérica y defendemos a los aztecas, quienes oprimían a los pueblos originarios. En cinco siglos hemos sido incapaces de aceptar nuestro mestizaje y enorgullecernos de nuestro rostro moreno. Cuando llega un nuevo miembro a la familia, levantamos la cobijita que lo cubre y exclamamos “¡Mira qué suerte, nació blanquita o blanquito!”.
Estamos llenos de incongruencias y, en esa fatalidad, perdemos la oportunidad de progresar. Nuestros males, subrayo, sí, nuestros males, son consecuencia directa y, principalmente, de nosotros. Lejos de enfrentar la realidad para ser mejores, justificamos nuestras desgracias acudiendo al infortunio: “Dios así lo quiso”, como si la divinidad fuese la responsable.
Nuestra vecindad con el país más poderoso de la historia -en razón de nuestras asimetrías y antecedentes- nos obliga a ser inteligentes para tratar de obtener las mayores ventajas y, en alguna medida, lo hemos logrado. Somos su primer socio comercial y los flujos de dinero que envían nuestros paisanos ayudan substantivamente a nuestra economía. Vivir -frontera de por medio- con los Estados Unidos tiene muchos inconvenientes, pero también, ofrece múltiples oportunidades.
En lugar de quejarnos, hagamos la tarea que nos corresponde: adaptarnos a la realidad. Sí, el señor Trump es un ogro, acostumbrado a obtener todas las prebendas en el tablero mundial. Es, además, un racista xenófobo que lo mismo prende una mecha por allá, que un cerillo por acá. Tiene todos los defectos del mundo, pero no podemos soslayar su presencia e importancia en el juego. Debemos entender que también es un negociador y que, mientras tenga argumentos como los relacionados con el narcotráfico, nuestra vulnerabilidad es enorme.

Finalmente, es imprescindible que nuestros gobernantes (no dueños del país), hagan política con la mente abierta y dejen de utilizar argumentos como la soberanía, que perdieron su sentido original hace muchos años.
La soberanía, como la libertad y la independencia, radican en nuestra capacidad de generar riqueza y redistribuirla con equidad. Si queremos un México libre, justo, armonioso y feliz, tenemos que construirlo sin dogmas y sin buscar culpables. En todo caso, ya sabemos quiénes son: la ignorancia, la pobreza, el fanatismo, la impunidad, la corrupción y la falta de política, de política de la buena.
En memoria de D. Manuel Guzmán de la Torre.
*Columna publicada en: https://www.informador.mx/ideas/Siete-generaciones-despues-20250721-0038.html