El emblemático barrio del Santuario nació Bajo la sombra del Fraile de la calavera, así conocido Fray Antonio Alcalde, uno de los más grandes benefactores que ha conocido la ciudad, obispo de Yucatán y después de Guadalajara, nació en Cigales, pueblo inmediato a Valladolid de España el 15 de marzo de 1701.
En 1763 abandonó para siempre su patria para venir a las nuevas tierras conquistadas, a seguir los pasos de tantos hombres como él que movidos unos por los sueños de aventuras, otros buscando entuertos que corregir como el flaco de la Mancha, pero al Monje de la Calavera ya no le tocaba como a su inmortal hermano Bartolomé de las Casas, luchar “por economizar la sangre de los vencidos”, ni de poner como tantos otros, los miserables restos de los pueblos exterminados al abrigo de un sistema de esclavitud y de barbarie, que los extinguía aún más que la muerte recibida en las batallas”.
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Al pisar Fray Antonio Alcalde tierras tapatías en el año de 1771, los límites de la ciudad eran por su lado norte, los que se fijaban por el Convento de Santo Domingo, (templo de San José), el Colegio de Niñas de San Diego y poco después, el edificio que albergaba la plaza de toros llamada “La Colorada”, donde hoy es el mercado Alcalde. Guadalajara era entonces una ciudad pobre y atrasada y lo primero que llamó la atención del Sr. Alcalde fue la educación pública que se hallaba en el mayor abandono.
“Los que presenciaron su llegada recuerdan que al ver a aquel anciano septuagenario, consumido por el trabajo y la severidad de su vida, se le vio . . .como a un pastor. . .próximo a la muerte”.(1)
Pero la vida de Fray Antonio Alcalde, en los pocos años que según se creía le quedaban de vida, le dio a la ciudad una nueva y vigorosa fisonomía, tanto en su condición de urbe, como en su carácter de hija consentida de la conquista española.
El ímpetu impuesto desde su ministerio a la ciudad, le transformó su rostro de penuria, y comenzó por establecer dos escuelas para hombres y una para niñas. . .repartió centenares de libros elementales, premiaba los adelantos y la aplicación de los jóvenes y recompensaba generosamente los esfuerzos de los profesores.
La Universidad, aunque ya se encontraba instalada y funcionando, no tenía recursos y por consiguiente servía de muy poco. El Sr. Alcalde no sólo le procuró buenos profesores, sino que le donó sesenta mil pesos y consiguió de la corte que se aplicasen los bienes de temporalidades de los extinguidos jesuitas.
La vida en Guadalajara caminaba atrapada en las redes de una mentalidad proveniente aún de la colonia o quizá del mismo Medievo, con todo y que su historia la coloca como uno de los bastiones más importantes de la corona española, acá de este lado del Océano.
Todas las imágenes son débiles para expresar la malísima educación que las niñas recibían en aquel tiempo. . .Es preciso considerar. Que el Señor Alcalde luchaba no sólo contra preocupaciones generales, sino contra ideas en que las familias fundaban groseramente su honor y su reputación.
La vida de Guadalajara recogía el impulso que Fray Antonio Alcalde le imprimía. Según los cronistas de la época, tanto de la clerecía como de los ilustrados que habitaban la ciudad, la vida cambiaba al ritmo que el Fraile Alcalde le marcaba, de esta forma además de su preocupación por los sistemas y medios de enseñanza. . .
La mejora material de la población, fue también uno de sus principales cuidados. Anualmente daba seiscientos para las cárceles de la ciudad, gastó más de once mil pesos en composición de calles y caminos y viendo que la población estaba reducida a muy corto espacio, y que los infelices tenían suma dificultad en proporcionarse una habitación cómoda, emprendió edificar la parte Norte de la ciudad, y construyó en ella a su expensa y bajo su inmediata dirección diez y seis manzanas de casas, de las cuales en el presente lo que queda de ellas se conocen como las “cuadritas”.
Con esta edificación la parte Norte de la ciudad conocida como el barrio del Santuario, adquirió un nuevo ser, y el obispo fabricó entonces desde sus cimientos la iglesia del Santuario de la Virgen de Guadalupe, donde hoy descansan parte de sus restos.
Dentro de esta febril actividad, el monje de la Calavera, se dio a la tarea de edificar el más grande y magnífico hospital de la entonces Nueva Galicia, el Hospital de Belén, que durante décadas fue el más importante en la República mexicana.
Nosocomio que durante una de las pestes más mortíferas que haya azolado a la población tapatía, cumplió con su cometido de dar alojo a los desgraciados que habían caído en la desgracia del hambre y la enfermedad. Miles de hombres y mujeres, que parecían condenados a una muerte tan cierta como horrorosa. . . En medio de una atmósfera contagiada, respirando las miasmas de los cadáveres, e impregnándose del aliento de los infelices que llenaban las calles de la ciudad pidiendo pan, el obispo a pie y con los ojos humedecidos, recorría todos los barrios. Y penetrando hasta el sucio lecho de los moribundos, repartía en persona y con un celo infatigable, alimento, medicinas, abrigos y vestidos.
Pero el barrio del SANTUARIO no fue sólo el epicentro de su actividad como benefactor, su generosidad abarcaba a todos los rumbos de la ciudad. Al mismo tiempo que se salvaba a la población del hambre, era necesario socorrer a los “apestados” por la fiebre que hacía iguales estragos . . .El Señor Alcalde puso hospitales en el convento de San Juan de Dios, en el Hospicio y en el Colegio de San Juan, agregó otras dos órdenes de camas a las que había en el convento de los Belemitas y puso enfermerías en las piezas destinadas a la escuela, y aún en las celdas de los religiosos. . .
La vida del Monje de la Calavera terminó el 6 de agosto de 1792. Un año antes se había dado por terminada su mayor obra, la edificación del Hospital de Belén hoy conocido como Hospital Civil de Guadalajara.
El Barrio del Santuario había sido testigo de los afanes de un hombre quien en sus últimos años de vida recogió la grandeza de la ciudad, que se encontraba lastimada por la ambición y el desdén de las cúpulas gobernantes, desde entonces sus restos se hallan en el lado izquierdo del presbiterio del Santuario de Guadalupe, Hoy el barrio del Santuario tiene otra cara, sus calles siguen invocando su nombre, una de las arterias principales lleva el signo del Monje de la Calavera.
Apenas hace unos meses el barrio del Santuario sufrió como toda la ciudad los estragos de una nueva peste, la del COVID, sus puertas se cerraron, los pequeños comercios ante la inanición económica buscaron otras formas de subsistencia, muchos pobladores murieron, y otros quedaron marcados para siempre ante el letal epidemia, pero la fuerza de la población se impuso de nuevo.
De nuevo aparecieron los puestos de comida en sus calles aledañas al Santuario, con el ánimo repuesto después de esta fatigosa epidemia, el Barrio del Santuario extrae de sus recuerdos, trozos de historia que lo atan a la vida de la ciudad de Guadalajara con más sentido de pertenencia y de arraigo.
Recuerda el Barrio del Santuario como en los años de la insurgencia de 1810, a sus espaldas en una especie de barrancas, fueron fusilados un grupo de pobladores españoles por las huestes del Cura Hidalgo.
Recuerda también como en memoria de dicho prócer se le llamó al jardín que se encuentra enfrente de su fachada. Ahí estuvo por mucho tiempo una escultura de barro del Padre de la Patria, sosteniendo en su mano izquierda un estandarte con la imagen de Guadalupe, hasta que fue vandalizado por unos jóvenes que a pedradas la rompieron.
Diversos personajes nacieron en sus casas entre ellos: Agustín de la Rosa, Don Severo Díaz, Agustín Yáñez quien nació en la casa 523 de Manuel Acuña, así lo narra en sus Memorias Tapatías José Ignacio Dávila Garibi.
Y por sus mismas calles en la fonda de Valentina Santos, quien era oriunda de Nochistlán Zacatecas, fueron asiduos comensales el guerrillero Francisco Villa, el Centauro del Norte, Henry Ford, Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho, Margarito Ramírez, Everardo Topete, Agustín Yáñez, Jesús González Gallo, entre otros.
El barrio del Santuario sigue conservando sus tradiciones, cada día doce de diciembre, las parejas llevan a sus niños al templo caracterizados de “inditos” y de chinas poblanas.
En el Jardín se queman “Castillos”, hay danzas, aparecen de la nada los vendedores de cañas, los aparadores lucen sus muéganos, enmielados, algodón de azúcar, buñuelos, baritas de tejocotes y un sinfín de productos que le recuerdan al paseante que un trozo de Jalisco y de México se encuentran ahí en esas calles, en su gente, y en el alma del monje de la calavera, que se percibe en el santuario que construyó para darle el nombre a este singular barrio de Guadalajara.
Los datos subrayados o en cursiva han sido tomados de la biografía anónima publicada en el periódico Museo Mexicano, citado a su vez por Ramiro Villaseñor en sus obras.
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