Eduardo Corona Santana
Gracias a Dios, los niños son inocentes.
En sus rostros se refleja el amor y la alegría.
Y en cada sonrisa que ofrecen, nos regalan
un arco iris de ilusiones, de sueños, de esperanzas.
En ellos no hay maldad, ni dobles intenciones.
Son ingenuos, fantasiosos, llenos de energía.
Son los seres más felices y los más honestos.
No dicen mentiras y, lo mejor, se les confía.
A pesar de su corta edad, ya atesoran valores.
Tienen una conciencia blanca, limpia.
Son transparentes, aunque frágiles.
No complican su existencia como los adultos.
Saben ser sinceros, leales y nobles.
Casi todos tenemos recuerdos gratos de la infancia.
Es una época dorada en la que se idealiza todo.
Y aunque el mundo se ha materializado al extremo,
La sencillez de un niño es admirable.
Es cierto que hay más egoísmo ahora.
Que el consumismo nos ahoga y asfixia.
Pero el corazón de un niño es el más grande regalo
que puede ofrecernos la vida.
Por eso, no olvidemos nuestra historia.
Echemos una mirada al pasado para recordar
lo felices que éramos con cualquier juguete:
Un carrito, una canica, el trompo, la pelota de futbol.
Y las niñas: jugando a la mamá, a las muñecas
al salón de belleza o a la comidita.
Qué tiempos aquéllos en los que se caminaba
por las calles sin pendiente alguno.
Que los niños andaban con los amigos o vecinos
y las mamás confiaban la guarda de sus tesoros.
La vida ha cambiado, pero en los niños perdurará
la corona del amor, la verdad y la inocencia
que tanta falta nos hace ahora en este mundo.
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