Durante muchos años, los mexicanos confiamos en el Ejército. Desde siempre hizo acto de presencia con seriedad y gallardía para garantizar el orden público cuando se necesitó, así como para apoyar a la población en momentos trágicos. Su respetabilidad era incuestionable. Verlo desfilar llenaba de emoción.
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Sin embargo, a partir de que se le asignaron tareas policíacas y, específicamente, el combate contra el narcotráfico, se fue dañando su imagen, al grado de casi perder su autoridad moral. El prestigio de la Fiscalía General de la República, responsable de la persecución de los delitos de orden Federal, ha estado permanentemente en entredicho. De las policías estatales y municipales, mejor ni hablamos.
La sospecha sobre quienes encabezaban las instituciones era tal, que el Gobierno -presionado por los EUA- depositó su confianza en la Secretaría de Marina. A este cuerpo militar se le calificaba como la única instancia a salvo de las malas prácticas.
Pero, ¡mala suerte! Los marinos se ahogaron en el océano de la corrupción y, aliados con funcionarios de aduanas, sobre los que pesa la centenaria fama de ser pillos, se dieron el quién vive hasta que sus excesos revelaron sus deshonestidades.
La noticia es demoledora. El vicealmirante Manuel Roberto y el contralmirante Fernando Farias Laguna, sobrinos del almirante Rafel Ojeda Durán, anterior secretario de Marina, encabezaban -según información de las autoridades competentes- una banda de delincuentes amparados por el poder de su familiar.
Solo así se entiende que pudieran mover impunemente las cantidades de huachicol de las que dan cuenta los responsables de la investigación. Imaginemos los volúmenes que traficaron en los últimos siete años. ¡Miles de millones! ¿Cómo no va a estar quebrado PEMEX?
“¡Se acabó la corrupción! ¡Ya no hay huachicol!”, afirmó triunfalmente el ex presidente López Obrador. La realidad, la necia realidad, está poniendo al descubierto los inusitados niveles de corrupción de su administración, colocando a la Presidenta Sheinbaum en una situación de enorme debilidad frente al gobierno de Estados Unidos.
Y, mientras el ex presidente, a voz en cuello, hacía gala de su honestidad, su “hermano” Adán Augusto, el sacrosanto gobernador de Tabasco, desempeñaba conjuntamente el cargo de “Capo di capos” en la tierra del Edén.
Si hablamos de una parte, estamos obligados a hablar de la otra. ¿Dónde están los delincuentes de cuello blanco sin los que es imposible la corrupción? Hace unas semanas aparecieron, para luego desaparecer, los nombres de destacados miembros del sector privado que fueron altos funcionarios en el gobierno de AMLO, ahora, casualmente vueltos a señalar después de la visita a nuestro país del secretario de estado norteamericano, Marco Rubio.
Los latrocinios en Segalmex, el AIFA, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya son solo botones de muestra del abuso cometido por quienes compartieron el poder.
¿Cómo los jóvenes van a creer en la política, en la decencia de los funcionarios públicos y de los empresarios, si lo que ven y escuchan cotidianamente son ejemplos negativos? ¿Qué, todo está podrido?
Por el bien de la patria, primero la honestidad de los gobernantes y sus familiares.
*Columna publicada en: Ejército: ¿Todo está podrido?