“Mi plan de retiro es una muerte prematura”, leí hace unos días en un meme que causa tanta gracia como angustia. Una parte de la generación X, los millenials y la generación Z han renunciado a proyectos de distinto tipo, entre ellos el de adquirir una vivienda.
No es un fenómeno privativo de nuestro país. En España, “la locura de los precios, la contracción de la oferta y los trabajos precarios” han expulsado a cada vez más jóvenes del mercado inmobiliario, de acuerdo con El Mundo.
En Manhattan se ha vuelto imposible conseguir un departamento de una habitación por menos de cuatro mil dólares mensuales en promedio (casi 80 mil pesos mexicanos).
En Guadalajara el precio de las casas y de las rentas se ha convertido para muchos veinteañeros en una atenta invitación a no abandonar la casa familiar, o a volver a ella corriendo y cabizbajos.
En la capital jalisciense se mira por todos lados, pero principalmente en el primer cuadro y hacia el poniente, torres de seis, doce o veintintantos pisos que ofrecen unidades de dos y medio millones de pesos (vaya ofertón). Se anuncian como desarrollos de lujo, proyectos únicos en su tipo, conjuntos exclusivos. Su oferta incluyen roof garden, espacios pet friendly, gimnasio, salón para eventos. Y, por supuesto, el privilegio de apreciar los enredos de la realidad desde arriba, más de lejos.
Me pregunto si no hay manera de escapar de la tentación de lo suntuoso. Quiero creer, estimables dueños del dinero, que los desarrollos de alta gama no son la única vía de lucro.
Desde mi menos-que-clasemediera ingenuidad supongo que hay otros modos rentables de emprender dentro de la ciudad. (Casi puedo escucharlos: “¡es la economía, estúpido”, nadie escapa al pulpo del mercado.)
Tal vez el nuevo plan para repoblar el Centro tapatío se oriente a satisfacer las necesidades de clases medias y bajas. Ya se verá.
Se cuentan por miles los trabajadores que no estamos dispuestos a invertir dos o tres horas diarias en ir y volver del taller o la oficina, y que podríamos venderle el alma al diablo adecuado a cambio de una casa pequeña, digna, bien ubicada, a precio justo.
Cuando no deseamos largarnos al campo, cosa que ocurre varias veces al año, soñamos con algo sencillo: agua corriente, cuatro paredes, un baño, un balconcito (aunque nos merezcamos un jardín), un barrio tolerable, a merced de la calle y de frente a ella; vecinos sin vocación de apaches. Ir al dentista en bici, a la chamba en tren o a pie. Camino a la tienda pisar cacas de perro de vez en cuando, y ni modo: soportamos.
¿Será posible, será viable? Nada de lujos, nada de mármol ni piscinas con calefacción ni terrazas panorámicas para avistamientos ufológicos: apartamentos austeros, en los que podamos sembrar macetitas de esperanza, donde imaginemos —sin rechinar los dientes cada fin de mes— no una vida rápida y su hermoso cadáver, sino nuestra vejez.