Los seres humanos somos el centro de la creación. El milagro de la vida cobra su máxima expresión en aquellos que, dotados de una inteligencia superior en relación con las otras especies, estamos en capacidad de tomar decisiones con sentido de trascendencia, y por el bien ciudadano.
Para ello, requerimos tener conciencia de quiénes somos, de nuestra individualidad, de nuestra unicidad y reconocer, además, que somos parte de un ente colectivo: vivimos en sociedad.
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Dado que somos gregarios, hemos tenido que inventar formas de entendimiento que han dado origen a sistemas de organización y de gobierno que nos garanticen a los ciudadanos el cumplimiento de nuestros objetivos individuales y colectivos. Para eso sirve la política.
Ante la imposibilidad de que cada uno decidamos respecto de los problemas que implican el desarrollo social y la equitativa distribución de la riqueza producida por todos, delegamos facultades especiales en el gobierno para que este, a nuestro nombre y representación, trate de alcanzar el bien común.
Es básicamente a partir de la Revolución Francesa cuando se privilegia la idea del ciudadano como centro de la vida en sociedad y su derecho a participar en las decisiones que perfilan su futuro.
A lo largo de la historia y hasta este momento, la democracia ha resultado -merced a sus pesos y contrapesos-, la mejor vía para garantizar el control de los apetitos y abusos que el poder acarrea consigo.
Desde hace muchos años ha existido la confrontación entre quienes piensan que el individuo está por encima de la colectividad versus aquellos que priorizan la idea de lo colectivo sobre lo particular, rivalizando dos posturas que deben ser complementarias.
La suma, insisto, de cada unidad da como resultado la sociedad. Son conceptos complementarios, no excluyentes.
Ahora bien, al ser socios activos, miembros de una sociedad pública -valga la redundancia-, tenemos la legitimidad que da ser titular de una acción, representada por nuestro voto, para opinar e influir en el destino y conducción de esta gran empresa llamada México, en sus distintos niveles de organización político-administrativa.
Debemos, por lo tanto, reconocerlo y reconocernos a nosotros mismos como los actores fundamentales de nuestra vida.
Si no lo hacemos, corremos el riesgo de que alguien, sin consultarnos, decida por nosotros, o de que el Estado y el gobierno se apropien de nuestra voluntad. Perdemos la libertad, nos convertimos en número.
Dado que, desde el porfiriato, no hemos vivido realmente bajo regímenes opresivos militares o civiles, carecemos de la experiencia de vivir sin libertad.
Con justa razón, Mario Vargas Llosa adjetivó el periodo priísta como “la dictadura perfecta”. Por lo tanto, se nos dificulta dimensionar las consecuencias que nuestra inacción puede acarrear.
Damos por hecho que todo aquello que tiene que ver con el gobierno está corrompido y preferimos dejar la administración de los bienes sociales en manos de terceros. Asumamos nuestro derecho de opinar y decidir sobre el destino de nuestra nación.
Los meses por venir pondrán a prueba nuestro futuro. Con el poder de nuestro voto, podemos construir el país que soñamos. Actuemos serenamente y con responsabilidad.