• lunes, abril 7, 2025 11:22 am

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Si usted, estimado lector, pregunta a una persona cuál es —desde su punto de vista— el valor más importante, es muy probable que le respondan que la libertad. Esta se define como el derecho de autodeterminarse, tomar decisiones y conducir la vida propia sin interferencias, más allá de las que imponen la convivencia y los derechos de los demás.

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Si usted continuara con el interrogatorio, seguramente encontraría que, después de la libertad, el valor que más se aprecia es la justicia. Desde los tiempos de Justiniano (482-565), que la conceptualizaba como “el arte de dar a cada quien lo suyo”, hasta nuestros días, resulta claro que tiene que ver con intereses en conflicto y la forma, términos e instancias para resolverlos.

Aceptando esta definición —hay otras—, salta a la vista que, para solventar las controversias entre personas e instituciones, consecuencia de la vida en sociedad, se requiere la intervención de funcionarios que resuelvan, con apego a las leyes de la materia, quién y hasta dónde prevalece el derecho de uno sobre el otro: son los jueces, magistrados y ministros. Es tal su relevancia que, en cualquier país del mundo —aun en los que viven bajo la dictadura— existe un poder emanado de la Constitución, encargado de garantizar la preeminencia de la ley.

La paz social es producto de la correcta administración de la justicia. Esta, a su vez, es un valor objetivo y perceptible que requiere, para su vigencia, de la participación de un cuerpo de profesionistas conocedores del derecho —tanto sustantivo como procesal—, encargados de resolver, a nombre del Estado, los conflictos que surgen de la convivencia cotidiana.

Por la trascendencia de sus actos, los miembros del Poder Judicial deben de ser probos, honestos, imparciales, sin cuestionamientos en su vida pública y privada, estar al margen de intereses ilegítimos o ilegales, que no aspiren a la riqueza y no actúen en favor de los que, por ser poderosos, pretendan torcer el sentido de las leyes.

Aceptando que en la actualidad existen desviaciones en algunos de los juzgadores, la sociedad no recuperará la confianza en las instituciones mientras la ética de sus integrantes se encuentre en entredicho.

Si bien resulta conveniente reestructurar el sistema de administración de justicia, no es agregando una crisis, aún más profunda a la existente, como se debe resolver el reto que representa renovar el andamiaje jurídico de la República y de sus Estados.

Con honestidad, pregunto si el carnaval que ha montado el gobierno de la 4-T para la “elección” popular de jueces, magistrados y ministros garantiza que tengamos un Poder Judicial confiable, honesto, integrado por los mejores perfiles, o si solo es la mascarada (cuesta millones de pesos) que encubre los propósitos de control por parte del Gobierno para manipular la ley en su favor.

La señora presidente lleva sobre su espalda el pesado fardo de López Obrador, quien, desde la sombra, trata de imponerle una reforma que, lejos de acarrear bienes sobre México, propiciará mayor desasosiego. Se va haciendo tiempo de poner distancia.


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