Me gusta, disfruto mucho ver llover. De cuando en cuando, incluso, salgo a la calle para sentir las gotas de agua que llegan a mi rostro después de haber recorrido un largo viaje, desde las nubes (algo tienen de divino si caen del cielo) hasta penetrar la tierra, preparándola para ser roturada y depositada la semilla. Todas las religiones han privilegiado, cada una en su cosmogonía, la fertilidad; la Madre Tierra, que abre sus entrañas para ser fecundada y así garantizar la permanencia de los seres, plantas y flores que, en la mayor milagrería imaginable, nos fue regalada. La lluvia es un canto de esperanza.
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La delincuencia organizada y el poder
La naturaleza, en su infinita sabiduría, nos enseña diariamente que todo, absolutamente todo, obedece a un orden, y que este es virtuoso. Al temporal de siembra sigue el verano con sus lluvias y el calor del sol, a veces abrasador, para que la semilla germine; luego, llega el otoño, en el que cosechamos el fruto de nuestro esfuerzo y, finalmente, durante el invierno disfrutamos de los bienes producidos. Cuando se alteran esos ciclos sobreviene el caos.
La reflexión anterior tiene que ver con la iniciativa, a contratiempo, de reformas al Poder Judicial de la Federación y al de los Estados -impulsada desde la Presidencia de la República-, en la que se plantea, entre otros temas, que sea el pueblo -desconocedor de las leyes y procedimientos que involucra la justicia- quien elija a los juzgadores.
La tentación por acumular poder es una constante en la historia política de la humanidad.
Quienes concibieron la democracia como un sistema de gobierno, pensaron en una serie de contrapesos que impidieran su abuso.
En este sentido, es fundamental entender que el gobierno está constituido por los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, y que cada uno de ellos tiene competencias perfectamente definidas por la Carta Magna.
Bajo este orden de ideas, el Poder Judicial tiene la importantísima misión de administrar justicia y revisar el apego de los actos del gobierno a la Constitución.
Formar un jurista, como a cualquier otro profesionista, requiere años de dedicación. De allí la pertinencia de que sus miembros sean profesionales del derecho, calificados y certificados por instituciones públicas o privadas, cuyo prestigio los avale. No es un tema de popularidad, es de capacidad.
Si el sistema judicial es deficiente, como lo es, se debe reformar. Para ello se requiere la mejor materia prima: tierra, semilla, mejoradores del suelo, agua, mucho trabajo y amor.
Las pirámides han sobrevivido el paso del tiempo porque se construyeron con las mejores canteras. ¿Por qué, entonces, se pretende -equivocadamente- modificar el sistema partiendo de la idea de que cualquier persona con algunos conocimientos del derecho está capacitada para impartir justicia?
Si aspiramos a un México mejor, debemos hacerlo con los más aptos. Toda reforma estructural debe hacerse con visión de futuro.
La prisa no garantiza decisiones óptimas, las más sensatas, las más convenientes. La prudencia es fundamental frente a los retos que representa el futuro de una sociedad tan compleja como la nuestra.