Con aproximadamente el 5% de la población mundial, Estados Unidos (EU) concentra casi el 25% de los presos a nivel global, es decir, en su sistema penitenciario, uno de cada cuatro prisioneros en el mundo se encuentra tras sus rejas.
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Este alarmante dato revela un problema profundo: el sistema carcelario de EU no solo es insostenible, sino que también se ha transformado en un modelo de explotación económica y control social, perpetuando la injusticia y configurando lo que muchos definen como una nueva forma de esclavitud.
Desde la ratificación de la Enmienda XIII en 1865, que abolió formalmente la esclavitud en el país, han surgido métodos alternativos para controlar a las comunidades racializadas. Esto, debido a que dicha enmienda contiene una excepción alarmante: aún permite el trabajo forzado como castigo para los condenados por un crimen.
Esta cláusula se convirtió entonces en el origen de un sistema que reemplazó la esclavitud legal por un encarcelamiento masivo, afectando desproporcionadamente a personas de origen afroamericano, entre otros grupos.
A finales del siglo XIX, las leyes de Jim Crow institucionalizaron la segregación racial y justificaron la detención de miles de afroamericanos, consolidando el control social a través de la racialización.
Y ahora, en el siglo XXI, las políticas contra la pobreza y el endurecimiento de las leyes sobre drogas han exacerbado la situación, impulsando un incremento considerable en los encarcelamientos.
Bajo este contexto, los acusados también son presionados a aceptar “acuerdos de culpabilidad”, en los cuales, a cambio de reducir sus sentencias, renuncian a un juicio justo y admiten la culpabilidad de los delitos por los que se les acusa.
Esta práctica distorsiona por completo cualquier noción de justicia, dejando de lado la posibilidad de un veredicto imparcial.
Otro aspecto alarmante del sistema, es la explotación laboral en las cárceles. Empresas privadas se benefician de una mano de obra carcelaria que trabaja por sueldos insignificantes en condiciones de explotación.
Para las corporaciones, esto representa una fuente de ingresos constante y de bajo costo; para los prisioneros, es una trampa ineludible que los convierte en una fuerza laboral que recuerda prácticas del pasado esclavista de la nación.
Las comunidades racializadas enfrentan las peores consecuencias de estas políticas. La criminalización de la identidad se ha vuelto la norma, y muchos son juzgados no solo por sus acciones, sino por su etnicidad, condición social o nacionalidad.
Las estadísticas son contundentes: según un informe del Bureau of Justice Statistics de 2020, los hombres afroamericanos tienen cinco veces más probabilidades de ser encarcelados que sus homólogos blancos, una prueba evidente de la discriminación estructural aún presente en el sistema de justicia estadounidense.
Además, la sobrepoblación en las cárceles ha generado condiciones inhumanas, donde los prisioneros son tratados como mercancía.
Las instituciones penitenciarias, en su afán por maximizar beneficios, han abandonado el bienestar de quienes cumplen condena. La falta de atención médica, el hacinamiento extremo y los abusos constantes son realidades cotidianas que transforman el sistema carcelario en un escenario de deshumanización.
La sostenibilidad del sistema penitenciario estadounidense se encuentra cada vez más en entredicho. Debemos recordar que la justicia no puede ser un lujo; debe ser un derecho universal, y la historia nos ha demostrado que la libertad y la dignidad no deben ser privilegios exclusivos.
Si se quiere hablar de verdadera justicia, es indispensable erradicar las prácticas que perpetúan una esclavitud encubierta tras los muros de las cárceles en EU.