En Jalisco volvió a asomarse una palabra que en México siempre activa el reflejo defensivo: “tarifazo”; la autoridad ya habló de una tarifa técnica —el costo real por viaje— y de una tarifa social, que es la que paga el usuario. Y ahí se juega todo: no en la aritmética, sino en la legitimidad. Porque el pasaje no se paga en abstracto; se paga en la banqueta, con prisa, y con la sensación de que el sistema te pide confianza sin darte garantías.
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En la conversación pública se ha planteado que el ajuste al usuario se difiera hasta abril de 2026; que, con Tarjeta Única, el cobro quede en 11 pesos; y que exista un subsidio para sostener el diferencial, con una bolsa anunciada de 1,200 millones de pesos. Sobre el papel, suena razonable: reconocer costos y proteger al usuario. Reconocer costos no es pecado; pedir verificabilidad tampoco. El riesgo también es conocido: si el ajuste no viene amarrado a una mejora integral, lo que se actualiza no es la movilidad, es la frustración.
No hace falta tecnicismo para entenderlo: hace falta respeto. Basta escuchar. Hay estudiantes que hoy calculan casi 70 pesos diarios entre camión, Macro y tren; su frase no es melodrama, es contabilidad: un aumento sería insostenible porque les come la semana. Ese es el punto ciego del país: hablamos de tarifas como si fueran números flotando, cuando en realidad son tiempo y presupuesto de gente que ya va al límite.
Y luego está el coro de lo cotidiano, ese que cualquier usuario reconoce sin que se lo expliquen: “antes de un aumento pedimos que haya mejor servicio”; “pasa lleno”; “tarda”; “no respeta horarios”. Se suman molestias que, por pequeñas, se vuelven ofensivas por repetición: camiones sucios, unidades en mal estado, elevadores sin mantenimiento, y el famoso “cambio” que se pierde cuando las máquinas no devuelven centavos o se cobran trayectos de forma opaca.
No es poca cosa: cuando el sistema se queda con dinero ajeno, aunque sea de a 50 centavos, erosiona la confianza completa. Y sin confianza, cualquier alza se percibe como abuso.
Aquí está la tesis que Jalisco sí debería decir en voz alta: si el transporte público en buena parte del país está mal, justamente por eso Jalisco tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de poner el ejemplo. No el ejemplo de slogans, sino de método: no conformarse con “no ser peor que los demás”, sino demostrar cómo se hace bien. Tarifa con contrato, no tarifa con fe.
La regla es simple: cuando sube el precio, debe subir la confiabilidad. Y la confiabilidad se mide. Por ejemplo: frecuencia real por corredor, cumplimiento de horarios y capacidad en hora pico. También se ve —sin necesidad de discursos— en mantenimiento visible, limpieza, trato digno, y un sistema de cobro que no se quede con dinero ajeno. Si se va a pedir 11 pesos, que se entreguen 11 pesos de ciudad: menos espera, menos hacinamiento, menos incertidumbre.
Porque el transporte es política social en movimiento. Si falla, no falla un camión: falla el acceso al trabajo, a la universidad, al hospital, a la vida cultural, al cuidado de los hijos. Y cuando el sistema falla, siempre paga más quien vive más lejos. La tarifa, entonces, no es solo un “tema de movilidad”: es un tema de equidad.
Por eso, el ajuste tarifario solo se vuelve defendible si viene con un pacto verificable: metas por corredor, sanciones por incumplimiento y un tablero público que se actualice cada mes, ruta por ruta. Lo demás es el viejo vicio mexicano: cobrar primero y prometer después.
Jalisco ya tiene bases e infraestructura para hacerlo mejor. Que no se conforme con no ser peor que los demás. Si va a mover la tarifa, que mueva también el estándar. La gente no pide milagros: pide que, cuando pague más, no se sienta que obtiene menos.
