México suele contar su historia como si fuera un ring: o eres del bando de los “buenos” o te mandan directo a la vitrina de los “villanos”. Y ese esquema ya no alcanza. Porque un país que solo sabe recordar en blanco y negro termina discutiendo el pasado como si fuera pleito de cantina, no como archivo vivo.
Te podría interesar:
El gobierno federal en la montaña rusa
En esa lógica, Maximiliano y Carlota cargan con una condena automática: “Imperio” se vuelve sinónimo de invasión, traición y capítulo vergonzoso. Y sí: el Segundo Imperio nace atado a la intervención francesa y a un cálculo geopolítico que México no controlaba. Pero la historia adulta no es absolver ni condenar por reflejo. Es mirar con precisión. Y al mirar con precisión, aparece algo que incomoda a los simplificadores: además del contexto político inviable, hubo intentos concretos de gobierno, de orden institucional y de administración pública que vale la pena reconocer sin que eso implique dispararle a Juárez, ni a la República, ni a nadie.
Un país quebrado: deuda, guerra y caja vacía
Antes de discutir “qué hicieron”, hay que decir “qué recibieron”. La segunda mitad del siglo XIX mexicano es un país partido, saliendo de guerras internas, con el erario deshecho y con una presión externa que venía creciendo. Con el Estado al límite, el gobierno de Juárez suspendió por dos años el pago de la deuda: una medida desesperada en un contexto desesperado.
Ese fue el chispazo diplomático que permitió el despliegue europeo y, finalmente, el plan francés de imponer un régimen afín. No es romanticismo, es mecánica de poder.
El candado financiero: Miramar y la factura imperial
Aquí entra el punto que casi nunca se explica con números, y por eso se presta al mito. Los acuerdos ligados a Francia —conocidos como el Tratado/Convención de Miramar— fijaban que México asumiría el costo de la expedición: 270 millones de francos (con interés anual del 3%), y además se estipulaba un pago anual de 25 millones de francos en efectivo para cubrir distintos conceptos de guerra e indemnizaciones.
Dicho sin eufemismos: el proyecto imperial, desde su contrato, cargaba una hipoteca encima. No era “un rescate”; era un régimen con el reloj financiero en contra.
Y aun así: cuando la tesorería estaba seca, él puso de su bolsa
La tesorería del Imperio no era una bóveda: era un cuarto vacío. Se ha definido con: el tesoro estaba tan vacío que Maximiliano tuvo que usar su propio ingreso heredado para los gastos diarios.
Eso no convierte al Imperio en “bueno” por arte de magia, ni borra el contexto de intervención. Pero sí desmonta una caricatura cómoda: en el día a día, el gobierno operaba con una precariedad tan alta que el emperador terminó metiendo dinero propio para sostener la administración básica. En un país roto, esa decisión no “arregló la economía nacional”, pero sí permitió que la maquinaria mínima siguiera funcionando en medio del colapso fiscal.
En otras palabras: cuando el Estado no traía caja ni para lo elemental, hubo momentos donde el sostén no vino de “la abundancia imperial”, sino del bolsillo personal. Y eso, históricamente, importa.
El intento de ordenar Hacienda: reglas claras en medio del incendio
Otra aportación que suele borrarse por consigna es el esfuerzo por construir reglas fiscales y administrativas. En el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano (1865) hay un lenguaje de Estado moderno que no se puede negar: impuestos generales para la Hacienda, legalidad tributaria y límites a arbitrariedades. Ahí está escrito, sin necesidad de adorno:
• “Todos los impuestos… serán generales”
• “Ningún impuesto puede cobrarse sino en virtud de una ley”
• “Ninguna exención ni modificación de impuestos puede hacerse sino por una ley”
¿Eso se tradujo en estabilidad macroeconómica? No. Porque sin paz, sin legitimidad amplia y con un ejército extranjero cobrando factura, no hay milagro fiscal que alcance. Pero sí se ve una voluntad: pasar de la improvisación al diseño institucional.
Carlota: política real, no ornamento
Carlota suele ser narrada como tragedia romántica o como morbo. Y esa lectura es chafa. Lo que hay ahí también es política: una mujer que entendió el poder simbólico, que empujó el proyecto, que cargó con el peso de la caída y que terminó quebrándose cuando Europa cerró filas y el suelo se hundía. Su historia es, además, una lección: la política no solo se pierde en batallas; también se paga en cuerpo y mente.
Reivindicar sin secta a Maximiliano y Carlota
Reivindicar a Maximiliano y Carlota no significa pedir un altar. Significa dejar de leerlos como meme y empezar a leerlos como capítulo complejo de construcción (y choque) institucional:
• Un país endeudado y en guerra, que suspende pagos por supervivencia.
• Un régimen amarrado a un contrato financiero que lo asfixia desde el origen.
• Una administración que, aun inviable políticamente, intenta meter reglas fiscales y sostener funcionamiento básico —incluso con dinero personal— porque la caja estaba vacía.
México no necesita elegir entre “República” o “memoria” como si fueran enemigas. La soberanía se defiende, sí. Y la historia se lee completa. Porque un país fuerte no es el que se inventa un pasado perfecto: es el que puede mirar sus contradicciones sin miedo y reconocer aportaciones sin convertirlas en pleito eterno.
Maximiliano aportó en una época en la que independizarse del colonizador costaba dinero en una especie de trata de países no creados aún aporta la autoridad moral para que ese tipo de deudas no pesen de más en el país recién gestado.
