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Reflexiones sobre la muerte como parte de la vida y el recuerdo*

Reflexiones sobre la muerte como parte de la vida y el recuerdo
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La muerte no es un tema que me agrade, pero hay momentos en los que resulta inevitable tratarlo, aunque sea yo un aprendiz de escribano enamorado de la vida y prefiera hablar sobre ella.

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En el ciclo irrepetible de nuestro tránsito por el planeta Tierra, el nacimiento es el punto de partida. Asimismo, la muerte es la última pincelada del artista, la última nota del músico, la última frase del poeta o el último abrazo del amante.

Solo hay muerte donde hubo luz, sentimiento, alegría, afecto, admiración, inteligencia, solidaridad, dolor, risa, lágrimas y amor.

Desde siempre, la muerte ha atemorizado a los seres humanos. El desconocimiento del más allá alimenta nuestro recelo por rendir cuentas de nuestros actos al final del camino. Así ha sido y así será por los siglos de los siglos.

Origen de las religiones

El origen de las religiones está soportado en la fatalidad de la muerte y sus consecuencias: el premio a la virtud o el castigo a la incorrección, la codicia, el aprovechamiento de la fuerza por el poderoso, la falta de misericordia de quien se siente superior, la soberbia de aquel que se piensa infalible y con derecho a imponer sus decisiones sobre la muchedumbre que, inconsciente, se deja arrastrar, como lo hizo el flautista con los niños de Hamelin.

Vivimos un reacomodo de la sociedad significado por la divinización de la tecnología, la globalización de la economía, el individualismo, el lucro exacerbado y la desestimación del otro. Sin embargo, es imposible que renunciemos a nuestro origen, a nuestro ser, a nuestra esencia mortal.

Escribo esta columna el 28 de mayo y bien podría calificar esta fecha como infausta, porque hace un año que mi hermanita Coco se reunió con nuestros padres y hoy mismo, por extrañas coincidencias del destino, falleció Luis Albino Reyes Robles, hombre inteligente, culto y orador elocuente. Compañero de proyectos e ilusiones y un magnífico amigo.

Ambas pérdidas son irrecuperables y, para atemperar esos males, no hay medicina, salvo el tiempo y la distancia, según me compartió una entrañable amiga.

Tiempo y distancia disuelven los rostros, alivian las ausencias, curan las penas del alma y las personas, aun las más queridas, se pierden en los laberintos de la memoria. Solo nos salvan del olvido dos elementos: la conciencia y el sentimiento; dígase la capacidad de entender la realidad y la capacidad de sentir.

Pero, ¿por qué hablar de la muerte? ¿Acaso hay momentos en los que, voluntaria o involuntariamente, nos volvemos a reunir con quienes hoy habitan el mundo de las ideas? ¿Será que recordar es vivir, como reza el refrán popular? ¿O es esa imperiosa necesidad que nos ata al pasado, no solo como referencia, sino como parte de la vida misma? Cualesquiera que sea la respuesta, hay un hecho incontrovertible: la vida es el mayor privilegio del que disfrutamos. Morimos para que la especie se renueve, para que la vida continúe, está en nuestra naturaleza. Mientras tanto, agradecidos por el tiempo que compartimos, sigamos recordando a quienes nos llenaron de felicidad.

¡Viva la vida!

*En memoria de Luis Albino Reyes Robles, amigo de siempre.


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